Por momentos, el mundo entero parece obsesionado con la palabra paz. La escuchamos en discursos políticos, en campañas globales, en redes sociales. Todos la prometen, todos la buscan. Pero detrás de esa palabra —tan cargada de esperanza— hay una advertencia antigua, casi olvidada, escrita por el apóstol Pablo hace casi dos mil años: “Cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina” (1 Tesalonicenses 5:3).

En aquel tiempo, los cristianos de Tesalónica vivían bajo el dominio romano. Roma se enorgullecía de su Pax Romana, una “paz” construida sobre el control y la fuerza militar. Pablo, con una claridad profética impresionante, desenmascara esa sensación de tranquilidad aparente. Les dice, en esencia, que no se dejen engañar por los discursos que prometen estabilidad, porque la verdadera paz no nace de los imperios ni de los sistemas humanos… sino de Cristo.

Hoy, leyendo esas mismas palabras, uno siente un escalofrío. Porque la historia parece repetirse. Escuchamos a líderes hablar de “nuevos comienzos”, de “seguridad global”, de “unidad mundial”, y sin embargo, cada día hay más guerras, más miedo, más gente rota. Es una paz de titulares, no del corazón. Una seguridad que se sostiene sobre acuerdos frágiles y promesas vacías.

Lo que Pablo quería recordar —y lo que este versículo sigue advirtiendo— es que los creyentes no estamos llamados a dormirnos en la comodidad de esa aparente calma. Él dice justo después: “Mas vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón.” En otras palabras, hay que mantenerse despiertos, atentos, con el corazón en guardia.

Tal vez este sea el momento de mirar alrededor con ojos más espirituales. De no conformarse con la idea de que “todo está bien” solo porque el mundo lo repite. Porque mientras se habla de paz en los micrófonos, el alma humana sigue en guerra. Hay un combate invisible entre la luz y la oscuridad, entre lo eterno y lo pasajero.

Aun así, hay esperanza. Existe una paz real, profunda, que no depende de acuerdos ni fronteras. Jesús la prometió con estas palabras: “La paz os dejo, mi paz os doy.” Es una paz que permanece cuando todo se mueve, que sostiene cuando el mundo se desmorona.

Por eso, cuando el mundo vuelva a gritar “paz y seguridad”, los hijos de Dios sabrán leer entre líneas. Entenderán que no es momento de miedo, sino de firmeza. De esperanza. Porque cada vez que la tierra clama por una paz que no logra encontrar, el cielo se prepara para revelar al verdadero Príncipe de Paz.