A veces la tragedia más grande no se ve a simple vista. No es una enfermedad, ni una derrota, ni una pérdida material, sino algo mucho más silencioso: dejar de buscar a Dios. El rey Asa comenzó su vida con una fe ardiente, pero terminó sus días con un corazón distante. Su historia, registrada en 2 Crónicas 16:12-13, es una advertencia viva de que no basta con empezar bien; hay que terminar bien.

En 2 Crónicas 16:12-13 encontramos un episodio breve pero profundamente trágico en la vida del rey Asa. Este hombre había comenzado su reinado con una fe viva, buscando al Señor con diligencia, derribando altares paganos y conduciendo a la nación a una reforma espiritual. En sus primeros años, Asa conoció la victoria porque reconocía que la fuerza y la ayuda provenían solo de Dios. Enfrentó ejércitos poderosos, como el de los etíopes, y clamó con humildad: “Nada hay imposible para ti, oh Señor, que ayudas al poderoso y al débil”. Ese era el corazón que lo caracterizaba al principio: un corazón que confiaba y dependía de su Dios.

Sin embargo, los últimos capítulos de su vida muestran un cambio alarmante. Ante una amenaza militar, Asa decidió apoyarse en una alianza con Siria en lugar de buscar al Señor. Ya no confió en el brazo eterno, sino en el brazo de carne. Cuando el profeta Hanani vino a advertirle y a recordarle que Dios había estado con él antes, Asa no reaccionó con arrepentimiento, sino con orgullo y dureza. Mandó encarcelar al profeta y cerró su oído a la voz de Dios. La autosuficiencia había reemplazado la dependencia.

El texto de 2 Crónicas 16:12-13 nos revela el triste desenlace: “En el año trigésimo noveno de su reinado, Asa enfermó gravemente de los pies; y en su enfermedad no buscó a Jehová, sino a los médicos. Y durmió Asa con sus padres…”. No hay nada en la Escritura que prohíba buscar ayuda médica. Dios, en su gracia común, nos concede medios humanos para cuidar de nuestra salud. El problema no fue consultar médicos, sino sustituir completamente la dependencia de Dios por la confianza exclusiva en los recursos humanos. Asa había dejado de ver al Señor como su primer refugio. Su problema mayor no estaba en los pies, sino en el corazón.

El caso de Asa es una advertencia para todos nosotros. No basta con empezar bien la carrera de la fe; necesitamos terminarla con la misma confianza y dependencia que teníamos al principio. Las victorias pasadas no garantizan la fidelidad futura si descuidamos nuestra comunión con Dios. La autosuficiencia puede entrar de manera sutil: decisiones que parecen lógicas, alianzas que parecen estratégicas, pero que son tomadas sin oración, sin consulta, sin rendirnos a la voluntad de Dios.

La verdadera tragedia de Asa no fue su enfermedad, sino que murió sin un acto registrado de arrepentimiento, sin volver a buscar a Dios. Es posible llegar a un punto en que los recursos, la experiencia y la “sabiduría” humana ocupen el lugar que solo le corresponde al Señor. Y cuando eso sucede, la vida espiritual empieza a apagarse, aunque todo parezca estar bajo control.

La pregunta que este texto nos plantea no es solamente: “¿Cómo estás hoy en tu relación con Dios?”, sino también: “¿Cómo vas a llegar al final?”. Pablo, al final de sus días, pudo decir: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7). Esa debería ser nuestra aspiración: no solo empezar con pasión, sino terminar con fidelidad.

Asa nos deja esta advertencia silenciosa: la confianza en Dios no es un evento del pasado, es una disciplina diaria. Y si no la cultivamos, el corazón puede enfriarse incluso después de años de servicio. Que el Señor nos conceda la gracia de buscarlo siempre, en tiempos de paz y en tiempos de crisis, en salud y en enfermedad, para que cuando llegue nuestro último día, podamos decir que seguimos confiando en Él, el Dios que fue fiel en el principio y hasta el fin.