No porque hayamos dejado de creer, sino porque la voz de Dios parece haberse silenciado. Ya no sentimos lo que antes sentíamos. La oración se vuelve difícil. La alabanza, lejana. Y lo que una vez fue fuego, hoy parece ceniza. Pero en ese silencio, hay una verdad profunda que debemos recordar: Dios también habla en silencio.

El mundo moderno nos empuja a vivir aceleradamente, y muchas veces queremos que Dios también opere a ese ritmo. Esperamos respuestas rápidas, emociones intensas, confirmaciones evidentes. Pero el Dios de la Biblia también se revela en la quietud. A Elías no le habló en el terremoto ni en el fuego, sino en un susurro apacible. Esa historia, más que un relato antiguo, es una enseñanza eterna: la fe madura no necesita ruido para reconocer a Dios.

Vivir la vida cristiana no es estar constantemente en la cima espiritual. Es saber mantenerse fiel incluso en el valle. En esos momentos de silencio, Dios no se ha ido. Nos está formando. Está enseñándonos a depender de Su Palabra más que de nuestros sentimientos. Porque la fe no se basa en cómo me siento, sino en quién es Él.

Cuando sentimos que el cielo está en silencio, recordemos: Jesús también vivió el silencio de Dios. En el huerto de Getsemaní, oró tres veces para que pasara la copa. No hubo respuesta audible. En la cruz, clamó: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Pero incluso entonces, cumplió la voluntad del Padre. No porque sintiera a Dios, sino porque lo conocía.

El silencio no es castigo. Es un aula. Es en esos momentos donde aprendemos obediencia, perseverancia y profundidad. Donde dejamos de pedir solo milagros y comenzamos a anhelar la presencia, aún sin palabras.

Si estás en una temporada así, no te desesperes. No estás solo. Sigue orando, aunque no sientas. Sigue leyendo, aunque no entiendas. Sigue caminando, aunque no veas. Porque el Dios que parece callado, está más cerca de lo que imaginas. Y llegará el día en que romperá el silencio… no con ruido, sino con una palabra que transformará tu alma.