La verdadera paz mundial
Cuando la paz se construye sin justicia es traición.
En muchos países hoy se levantan discursos que prometen paz a través de la reconciliación con grupos violentos o criminales. En algunos casos, estos discursos incluyen la liberación de personas condenadas por delitos graves como violación, asesinato, secuestro o extorsión. Se presenta como una estrategia de reconciliación nacional, de cerrar heridas. Pero debemos preguntarnos: ¿es esto realmente paz?
Desde una perspectiva bíblica, la paz verdadera no es simplemente la ausencia de conflicto. La palabra «shalom» en las Escrituras habla de un estado de justicia, plenitud, orden y reconciliación genuina. Como dice Isaías 32:17: “El efecto de la justicia será paz”. Cuando se omite la justicia, lo que se obtiene no es paz, sino una calma frágil sostenida sobre la injusticia.
Jesús dijo: “Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Pero ser pacificador no significa ser pasivo ante el mal. No es callarse frente a la injusticia, ni tampoco dejar que el crimen se legalice con otro nombre. El verdadero pacificador es un agente de restauración, no un facilitador de impunidad. Reconciliar no es olvidar el daño; es enfrentarlo con verdad, justicia y esperanza.
La Biblia es clara: “Curaron la herida de mi pueblo con liviandad, diciendo: ‘Paz, paz’, y no había paz” (Jeremías 6:14). Este tipo de falsa paz —discurso vacío que maquilla el pecado y protege al impío— no agrada a Dios. Proverbios 17:15 va más allá: “El que justifica al impío y el que condena al justo, ambos son igualmente abominación al Señor.”
Toda sociedad tiene el deber moral de buscar la paz. Pero esa paz debe ser auténtica, construida sobre la verdad, el arrepentimiento y la restitución. No hay reconciliación sin justicia. Cuando se suelta al culpable y se ignora al inocente, no estamos sanando heridas, sino abriéndolas más.
Como cristianos, debemos defender una paz que honra a Dios: una paz con justicia, con verdad, con compasión. La cruz misma es el ejemplo supremo de cómo Dios reconcilia al mundo: no ignorando el pecado, sino enfrentándolo, pagándolo y venciendo con amor. Ese es el camino de la verdadera paz.